Hoy el día ha comenzado bien, se ha complicado, ha mejorado mucho y ha acabado bastante mal.

Joven birmano reparando mi ordenador.
Empiezo por lo malo.
Estamos en el hotel preparándonos para ir a dormir y en el ordenador estoy oyendo las noticias de las 5 de la tarde, hora española, en la Cadena Ser. Acaban y el ordenador se bloquea y empieza a sonar su altavoz como una cigarra, o algo así. Y no hay forma ni de parar el sonido, ni el ordenador, hasta que se acabe la batería. Y es que en este modelo no se puede quitar la batería si no es desarmándolo y si no es en caso de muerte no voy a hacerlo. Así que lo cubro con toallas, pues temo que los vecinos de la habitación se quejen dado el volumen de la chicharra y que además impida nuestro descanso nocturno.
Y encima que el ordenador se caliente tanto con aquella envoltura de algodón que se incendie: castigado pasará la noche dentro de la bañera.
Vaya, una putada. Una gran putada. Pues a lo que nos espera esta noche se añade la posibilidad de que mañana siga sin funcionar y la probabilidad de utilizar los servicios de internet del teléfono de Marisa está en el aire por las prohibiciones del gobierno chino de las aplicaciones de Google, así que no tiene ni navegador, ni correo, ni posibilidad de utilizar aplicaciones alternativas, pues además toda la ayuda de la tarjeta de China Mobile está en chino y no se puede conectar a las redes wifi de los hoteles. Un problema.
Hemos comenzado el día despidiéndonos del albergue de la YHA china donde hemos pernoctado estos días de Shanghái. Y digo “pernoctado” porque no hemos utilizado el lugar más que para dormir.
La guía recomienda este sitio y aunque no nos ha gustado (no volveremos aquí cuando regresemos a esta ciudad) entiendo la razón de que lo clasifique tan bien: es un sitio ideal para los jóvenes que gustan de reunirse por la noche para beber unas cervezas y charlar. Tiene una terraza que, excepto ayer por la lluvia y por lo desapacible del tiempo, estaba llena todas las noches. A Marisa le ha recordado el ambiente de los barrios mochileros de Asia, aunque creo que aquí el personal era más “distinguido”, si bien no hablé con nadie. Y a diferencia del de Hong Kong, donde había gente mayor y mayoría de chinos, aquí eran todos occidentales y jóvenes.
En un corto paseo nos vamos al metro y con él a la estación de ferrocarril. Quizás por la hora y por la dirección va bastante vacío. Muchos de los pasajeros utilizan móviles, algunos pocos llevan mascarillas higiénicas reutilizables y alguno dormita, pero muchos menos que en el metro de Tokio. También se diferencia de este en que aquí algunos hablan por teléfono, pero además lo hacen gritando.
Esas mascarillas recuerdan a la que llevaba Hannibal Lecter en “El silencio de los corderos”.
En ese repaso antropológico que me han permitido los 35 minutos del viaje me percato de las manchas que llevo en los pantalones: ¡malditas sopas chinas! Si sigo así parecerán unos pantalones de camuflaje.
También me doy cuenta de la cura de humildad que me supuso la llegada a esta estación de ferrocarril de Shanghái. Hasta ese momento pensaba que era muy fácil viajar por la ciudades chinas que visité el año pasado, pero ya me di cuenta que no es así. Ya no volveré a insistir a mis amigos que con un inglés patatero y rudimentario como el mío se puede viajar por cualquier sitio. Que no. Que aquí es mejor hablar chino. O, mejor que “mejor”, casi imprescindible.
Y en esta estación de mis problemas volvemos a estar para coger el tren para ir a Hangzhou. Y de nuevo un control para acceder a la zona de salidas. Los chinos colocan su DNI sobre un lector, pero nosotros tenemos que enseñar el pasaporte a una señorita controladora. Vuelvo a pensar en la India y de cómo allí se accede a los trenes.
Llegamos a la zona de acceso a los andenes y hay 29 puertas para 29 andenes.
Y estaremos en la China comunista, pero “cazo” a una señorita con unos zapatos que parecen recién comprados en la “rive droite” de París.
El personal hace cola educadamente y 10 minutos antes de la salida abren los tornos para que puedas acceder al tren.
En estos convoyes de alta velocidad pueden entrar viajeros con billete pero sin asiento, como sucede en Japón, y así puede ocurrirte, que si no coges el tren en origen, que tu asiento esté ocupado. Eso nos ha pasado, pero el señor ocupante se ha levantado sin problemas.
Y en menos de una hora estamos en Hangzhou. Salimos al vestíbulo de llegadas y nos encontramos con otra estación enorme, pero enorme, enorme. Claro que debes tener en cuenta que esta ciudad tiene más de 9 millones de habitantes. O sea que cabrían todos los andaluces y todavía quedaría espacio. En la ciudad, no en la estación.
Para no tener problemas de movilidad hemos contratado un hotel al lado de la estación, pero a diferencia de mis queridos hoteles japoneses, en este no te dicen por donde debes salir, así que me dirijo a un kiosco de “Información Turística”. La señora que me atiende no sabe nada de inglés, pero al enseñarle el nombre del hotel en chino me dice que vaya adelante y a la derecha. Mi temor es que en esta ciudad haya varios hoteles con el mismo nombre y me envíe a otro. Le pido un mapa y me muestra uno enorme y en chino. Y 5¥. Por si acaso se lo compro y le pido que me marque la situación del hotel.
Sigo la dirección indicada y nos encontramos otro quiosco que dice “Service Volunteer” y como está en inglés pienso en consecuencia que alguien me entenderá. Cuando estoy cerca me doy cuenta de mi espejismo: son provectas señoras chinas con aspecto de bondadosas abuelitas de Caperucita, pero que efectivamente no hablan ni una palabra excepto de mandarín. A pesar de eso les enseño la dirección del hotel; hablan entre ellas y sale de la garita una y me dice que la acompañemos. Imagino que nos lleva a la salida adecuada, pero realmente se dirige a una especie de oficina o tienda y le habla durante un buen rato a la empleada. Pensaba ingenuamente que sería una joven que hablaba inglés y que nuestra abuelita pedía ayuda en su nombre para nosotros. La joven tampoco habla inglés, pero aquello era un negocio de contratación de hoteles y creía que nosotros buscábamos uno para alojarnos.
La abuelita se va y entonces pienso que tendremos que quedarnos a vivir en aquella estación como esos apátridas que se quedan varados en los aeropuertos para siempre. Aquí por lo menos hay restaurantes y lavabos.
Pero veo al fin a un policía, le enseño el papel del hotel con la dirección y me dice por donde tengo que salir. Y así al final conseguimos estar en la calle. Y me doy cuenta de lo felices que son los pasajeros que al llegar a Atocha solo tienen una salida. O dos.
En la calle veo a otro policía y vuelta a preguntar.
Creo que preguntaré más en este viaje que entre todos de mi vida.
El policía me señala un edifico como a unos 100 metros. Así llegamos al hotel.
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