49. China 2019. 24 de abril, miércoles. Vigésimo tercer día de viaje. Chongqing, día 3. Wulong. Primera parte.

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Wǔlóng.

Esta noche nos han llamado por teléfono a las 2 de la mañana, o las 2 de la noche. Y es que en España eran las 8 de la tarde. Y te dan un buen susto.  Como he visto quien nos llama les he mandado una nota de correo para que no lo hagan, pues si contestamos su llamada, que era de tipo comercial, somos nosotros quienes pagaremos lo que antes se llamaba una “conferencia”.

Nos gustó tanto la excursión de ayer que hemos decidido repetir de nuevo a otro de los lugares que recomienda la guía, Wǔlóng.  Además, esta vez sin el temor de no encontrar el punto de partida.

Nos hemos decidido por hacerlo organizado, además de la buena experiencia de ayer, porque en la guía decía que era difícil hacerlo por tu cuenta. Y visto como se ha desarrollado te diría, por si lo intentas, que más que difícil es casi imposible.

Llegamos al punto de salida, que es el mismo de ayer y mientras esperamos conocimos a un canadiense, Chris, que estaba acompañado de su mujer, china y muy enérgica,  y de su hija, una encantadora jovencita.

Cuando me encuentro con alguien llamado Cristóbal, e  imagino que este sería el caso de Chris, me dan ganas de explicarle que San Cristóbal, al que todos hemos llevado en algún coche o moto, no existió. Vaya, el Concilio Vaticano II lo eliminó del santoral; quizás era solo una invención de mi admirado Santiago de la Vorágine, aunque seguro que él lo único que hizo fue recoger una leyenda medieval. Pero a Chris no le dije nada. Bueno, no sé  si hubiese logrado explicarle lo anterior, pero me temo que no. Pero él, muy generoso, nos obsequió con dos bolas de arroz y con unas gafas para leer de diseño muy original. ¿Y qué haces cuando un canadiense te regala unas gafas sin pedírselas, y sin que sepa tu graduación? Pues decir “muchas gracias” dos o tres veces y guardártelas.

¡Qué cosas pasan en los viajes!

Y aunque ellos también van a Wulong lo hacen en otro autobús diferente al nuestro.  Yo confiaba que la mujer de Chris nos haría de intermediaria entre el guía y nosotros, pero  volvemos  ser los únicos no chinos del grupo.

A las 10 y media parada.  Pensamos que es la  típica de 5 minutos para el pipí. Pues no, que es para comer, así que raudos y veloces nos dirigimos al restaurante pues el guía nos dice que tenemos 30 minutos.

Nos sentamos con 8 ó 10 más en la típica mesa redonda de restaurante chino de España, con una parte central que da vueltas y es que sirven 15 platos de donde los comensales vamos cogiendo trocitos con los palillos. Y aquí una gran diferencia con los  japoneses: no te sirves en el plato sino  que los palillos, recién chupados, los metes en la fuente para coger tu porción  de comida.

Y un plato especial: un pollo hervido entero en una gran fuente. Pero entero, entero. No sabemos como se le mete mano,  y entonces un señor más decidido coge el cacillo de servir la sopa y le pega varios golpes, vaya lo que se llamaría un desmembramiento. Y así se pueden coger los trozos del pollo.

También me sorprende que se repita lo de servir el doble de comida de lo que se va  comer como hemos visto que se hace en los restaurantes, pero es que aquí lo sirven sin pedirlo, así que la mitad de la comida se queda en la mesa. Parece mentira que una gente tan inteligente se comporte así.

Ha sido una experiencia muy interesante el hecho de compartir la mesa para así conocer cómo se comportan y cómo deberíamos hacerlo  nosotros.  Además la comensal que le ha tocado al lado de Marisa no ha parado de hablarle durante toda la comida e incluso le ha seguido contando cosas de su vida y de sus nietos y de alguno de sus yernos cuando hemos ido camino del autobús. O eso me imagino. Y lo ha repetido cada vez que nos hemos encontrado con ella en alguna de las paradas. Claro está que todo en chino.

En este enorme restaurante hay  grupos de otros autobuses pero no logramos ver ninguno de occidentales. ¿Les llevarán a otros sitios diferentes?

Por supuesto nada de sobremesa y en menos de los 30 minutos ya estamos todos en el autobús.

Nuestro guía es un joven que no para de hablar durante todo el recorrido y lo hace a una buena velocidad. A veces incluso canta. ¡Lástima que no entendamos nada! Creo que nunca he estado en una excursión en la que hable tanto y que no haga ni una pausa. Creo que a veces está más de una hora sin descansar.

En un momento dado reparte unas muestras  de comida, pero hoy ya sabemos de que va. Hace lo mismo que la joven de ayer y con los mismos productos.  Y así aunque nos da varios sobrecitos nos quedamos solo con los azules, que son los que no pican.

El paisaje tiene ya verdaderas montañas, no las suaves colinas de ayer.

Así llegamos a la primera parada, un mirador sobre una plataforma de vidrio no apta para los que padecen de vértigo. Algo impresionante y que es como un aperitivo de lo que nos espera.  Debajo un camino serpenteante por el fondo del valle que luego seguiremos, y enfrente un ascensor que desciende hasta ese  fondo.

En la plataforma nos volvemos a encontrar al canadiense y su familia. Chris me pregunta por mi nombre en intenta decirlo con la pronunciación española y casi se ahoga.

En el autobús hay una joven de Shanghái que habla algo de inglés y nos pregunta por nuestro origen: cree que somos rusos. Será el enlace entre el guía y nosotros. Y hay veces a lo largo del recorrido que nos espera;  nos debe ver tan desvalidos…

Y como estamos en China y este sitio es tan especial, para coger el ascensor una larga cola. Y  nuevo encuentro con los sino-canadienses. Seguimos siendo los únicos turistas no chinos y me sorprende porque el lugar es verdaderamente  “amazing”, como me ha dicho Chris.

Entre las instrucciones para subir al ascensor una nueva y que nos atañe: “Los niños, mayores, señoras embarazadas y los que padecen acrofobia deben ir acompañados”.  Que me han dado ganas de dirigirme al encargado de aquello y decirle que como “senior” quería compañía, más que nada para ver como lo resolvía.

Lo que no me creo es que alguien que padezca de acrofobia sea capaz de meterse en ese ascensor de paredes transparentes y bajar pegado a la montaña tantísimos metros.

Así llegas a una pequeña plataforma desde donde debes descender hasta el fondo del valle por unas escaleras.  Y como “hay gente pa’tó”  allí esperan unos porteadores  para transportar en un sillón hecho de caña de bambú al personal que no puede bajar escaleras.

Imagino que será gente no informada, pues antes de coger el ascensor ya te advierten que hay unas cuantas escaleras, que ya has podido ver desde la plataforma trasparente, y que el recorrido dura dos horas hasta el autobús.  Creo que solo hemos visto a una señora en esas circunstancias.

 

Allí nuevo encuentro con la familia canadiense y foto de grupo.

Como he dicho, nos han dado dos horas para todo el recorrido, incluida la espera del ascensor, y nosotros hubiésemos necesitado dos días. Y es que es algo fuera de serie. Más que “amazing”.  Uno de los paisajes más impresionantes que hemos visto nunca y me sorprende que no esté en los circuitos turísticos de los occidentales, dado que salvas lo más empinado con el ascensor y el resto es una suave bajada, excepto la primera parte del recorrido, pero siempre puedes contratar a un par de porteadores.  Y encima hacerte varios autorretratos y enviárselo por “WhatsApp” a tus amistades.  ¡Ah, me olvidaba: que a veces no funciona el “WhatsApp”!

 

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