20. China 2019. 12 de abril, viernes. Undécimo día de viaje. Hangzhou. Día 3. Primera parte.

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Ni un día sin su afán.

Por fin hay amanece un día casi soleado. Desde luego sin nubes pero con un pálido sol, no sé si debido a la neblina del lago o a la polución.   Así que hemos decidido ir a un pueblecito famoso por sus plantaciones de té y por la calidad de este producto.

Ayer en la malhadada consulta con la perezosa empleada de turismo nos enteramos  que teníamos que coger el autobús 31 que salía de nuestra cercana estación de tren. Por si las moscas pregunto en la recepción del hotel y ninguno de los cuatro jóvenes que la atienden hablan una palabra de inglés, pero al final me atiende el más solícito y buena persona. Y a base de buscar en su teléfono y de comunicarse conmigo a través de él me dice que me vaya con el metro hasta una estación y allí coja un taxi. Le he dicho que un taxi es para cuando uno está perdío”. Bueno eso lo he pensado, pero no se lo he dicho, pues no  sé si el traductor de su teléfono me entendería, pero sí me ha entendido que “no taxi”, así que con otra búsqueda me ha dicho que cogiese el autobús 27 en esa parada del metro y que me bajase en un sitio, que no he entendido muy bien, y en 10  minutos andando estaría en el pueblo del té. Fácil, ¿no?

Cuando vamos a coger el metro que está en la misma estación del tren, ya sabes, una especie de centro de transportes, pasamos por delante de un mostrador de información turística y da la casualidad de que hoy hay un señor que habla un poquito de inglés, muy poquito, pero que tienes ganas de ayudarnos. Y me dice que el bus 31, efectivamente sale de esta estación pero que llega solo a la pagoda de Leifeng y que allí cojamos el Y5. Y como le veo tan seguro decidimos seguir sus instrucciones.

Primera sorpresa: los autobuses urbanos son muy baratos, 2¥, pero solo admiten  el dinero exacto. Hay una especie de hucha al lado del conductor donde el personal echa las monedas. ¿Y si no tienes ese importe? Pues echas un billete y pierdes el cambio, cosa que no le pasa a nadie, pues todos lo saben menos nosotros.

Bueno, en realidad no sabía nada de esto, pero lo he ido comprendiendo conforme se desarrollaban los acontecimientos.

El bondadoso conductor le ha pedido a un pasajero que iba a echar las dos monedas de 1¥ que me diese una y ha echado él nuestro billete de 5¥. No sé qué pasa si solo llevas  billetes de 50 ó 100.

La verdad es que solo el 7,8% de los pasajeros pagan en metálico, que el resto lo hacen con una tarjeta que imagino que es de transporte o de la tercera edad, o con el teléfono con un código QR.

Y encima nos hemos sentado los dos en un asiento de primera fila que era para una sola persona o dos niños pequeños.  El conductor pensaría, acertadamente, que éramos una pareja de abuelos atontados.  Y así con 2¥ hemos atravesado la ciudad porque el viaje ha durado unos 70 minutos.

Hemos pasado por grandes avenidas con cuidados jardines y bastante circulación.  Y una cosa especial es que las motos tienen un carril separado para ellas en la calzada. Si no fuese así sería un caos dada la cantidad que hay y como sortean el tráfico, por ejemplo, no respetando los pasos cebras, que los coches sí hacen (no en Shanghái), ni esperando el semáforo verde para pasar ellas. Vaya, que son un peligro porque, como también en Shanghái y no sé si en el resto del país, son todas eléctricas.  No he visto ni una de motor de explosión, ni siquiera esas espectaculares  de ruido atronador que tanto gustan al español.

Así llegamos a la pagoda donde estuvimos ayer, la de Leifeng, y hoy aquel entorno es un infierno de gente. Buscamos el autobús Y5 y un señor de uniforme, no sé si policía, conductor de autobús o camillero de la Cruz Roja me dice que por allí no pasa ningún Y5, y que para ir  donde queremos ir tenemos que coger el 87 y me señala con el dedo una dirección. Allí nos dirigimos, pero visto el poco éxito de la búsqueda decidimos quedarnos en el cercano templo de Jingci.

Cuento todo lo anterior para prevenir al osado viajero que quiere hacer turismo a su aire que China no es fácil. No es que sea imposible, pero la barrera del idioma y especialmente la de su alfabeto hace difícil resolver algunas situaciones cotidianas que son inevitables. Y hay que tener presente la poca ayuda turística oficial, a veces nula. Sí que te ayuda la gente, vaya, la que se atreve entablar una correosa conversación contigo muchas veces con la ayuda de su teléfono.

El templo de Jingci.

La guía dice de él que está todavía activo desde el punto de vista monástico, que fue construido en el año 954 y ahora está totalmente restaurado.

Una placa en su entrada explica que su nombre significa “Pura Benevolencia” y que atestigua el nombre de Hangzhou como el “Reino Budista del Sudeste de China” como se le conoció durante los siglos X al XII.

Fue clasificado como el templo más importante entre más de 300 de esta ciudad. Todavía hoy es uno de los más importantes centros de enseñanza religiosa y meditación de la costa sudeste de China.

Allí en ese famoso templo tenemos la primera agradable sorpresa del día: gratis su acceso para los muy mayores.

¿Cómo lo he sabido? Pues porque en la entrada una gran placa metálica escrita en chino, de la que por supuesto no he entendido nada, en su punto tercero decía 60-69 y el cuatro empezaba con un 70. Así que he deducido que si había algo para los sesentones, imagino que una rebaja en el precio de la entrada, había algo mejor para los mayores de 70, así que he ido con los pasaportes y he enseñado donde ponía el año de nacimiento y me han dicho que adelante.

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