11. China 2019. 7 de abril, domingo. Sexto día de viaje. De Hong Kong a Shanghái. Segunda parte.

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En cada estación se baja un gran número de pasajeros, pero suben otros tantos así que este vagón va siempre lleno. Incluso he “cazado” a un joven sentado en su maleta y durmiendo en el descansillo de una puerta de salida.

Y con mucha menos frecuencia también ha pasado un policía.

 

 

 

 

Queremos tomarnos un café pero no sabemos si hay algún sitio al margen del mostrador donde parece que solo sirven bandejas de comida. Una empleada adivina (no se me ocurre otra forma) nuestro interés y nos lleva hasta ese mostrador y allí consigue ella, no nosotros, que nos sirvan dos cafés con leche: 2€ cada uno.

Aprovecho para preguntarle a la amable empleada si en el resto de China tendremos información por megafonía y por las  pantallas en inglés y me contesta que cree que sí y es que empiezo a estar preocupado después de la experiencia de ayer en Aberdeen con la comida y en menor escala con el conseguir tomar dos cafés con leche. Una cosa tan nimia y que no hemos logrado resolver por nosotros mismos.

¿Qué nos pasará en la  “Mainland”, como se refieren a China en Hong Kong? Me temo que tendré que preguntar más  que un tonto.

Estaba idealizando mucho el viaje y me acabo de encontrar con una “cafrada”.

En este vagón hay en cada lado dos váteres, uno “tipo occidental” y otro “tipo oriental”, lo que antes se llamaba en España un “turco”. Pues bien, a comienzo del viaje voy al occidental y está impoluto. Vaya, quizás yo fuese el primer usuario. A mitad del viaje vuelvo  y algún cafre se ha subido encima de la taza para estar como una gallina.   Quizás no lo sabéis, pero a las gallinas les encanta subirse a un palo horizontal para reposar y dormir. No creo que en las granjas  de ponedoras  estén así, pero en los corrales familiares sí.

O sea que tienes un “turco”  para hacerlo agachado  y te tienes que ir al de la taza y ponerlo perdido y encima si frena el tren de golpe te pegas una buena leche. ¡Hay que ser gilipuertas!

Otra característica de ese tren, (y sorprendente en uno de alta velocidad) es que hay un “servicio de agua caliente”. Por un lado sirve para hacerte una infusión  y por otra a los chinos, como a otros orientales, les gusta más beber agua caliente que fría, y así te la sirven en algunos restaurantes.

Otra cosa original: en la entrada hay dos marcas con dos letreros, uno para “Altura para billete de niño“ de 1,2 m y otro de 1,5. Desconozco la diferencia de precio de uno a otro, pero algún padre quizás no quiera que el niño crezca muy rápido.

Otro letrero especial: “PIS Locker”. No sé lo que había detrás porque estaba cerrado.  Es curioso porque he buscado información en internet y lo más parecido que he encontrado es una fotografía de ese mismo letrero. Imagino que le ha sorprendido lo mismo que a mí.

Así el viaje ha trascurrido entre la escritura y la observación  del territorio que atravesamos y Marisa leyendo, mirando el paisaje  y echando alguna cabezadita.

Añade a lo anterior una comida estupenda, así que no se podría pedir nada mejor para un viaje en tren.

Salimos a las 11 y diez  y a las 7 y media de la tarde entramos en la estación de Hongqiao.  Lo que no sabíamos es que allí se acababan las dichas del día y empezaban las desdichas.

Sales al vestíbulo y esta estación acojona de lo grande que es. Grande, pero grande, grande.

Como vamos a estar solo dos días en Shanghái  (tres noches) queremos sacar el billete de tren de nuestra próxima etapa y así evitar el tener que volver mañana a hacerlo.

Una buena cola y la sorpresa al llegar a la ventanilla de que solo admiten dinero y las tarjetas de crédito chinas. Yo había cambiado euros por yuanes en Hong Kong, pero lo justo para salir del paso y si pagaba los billetes me quedaba sin nada.  Así que la solución es fácil: cambiar euros. En una estación tan grande tiene que haber un banco. Lo hay pero está cerrado.

Lo que sí que tiene que haber es un servicio de información turística. Lo hay, o mejor “los” hay, pues son 6 u 8 mostradores, cada uno con dos señoritas, que no hablan inglés y que no tienen ningún interés, pero ninguno,  en ayudarte. Parece que lo único que quieren es que contrates  un hotel de un catálogo con fotos. Y ha habido una que al preguntarle por el cambio me ha repetido varias veces que “dollar, dollar”: quería cambiar ella, pero solo dólares.  Así que busco un cajero automático, porque una estación de esta categoría  tiene que tener varios. Pues quizás los tenga, pero me han enviado a un segundo piso donde parece que los hay, pero solo se puede acceder con billete de tren. Así que después de recorrerme aquel enorme edificio seguía sin dinero. Solución: volver mañana.

Próxima tarea: coger el metro e ir al hotel .

La línea 2, que pasa por esta estación nos deja muy cerca del nuevo alojamiento de Shanghái. Además tenemos tarjeta de transporte de esta ciudad del año pasado, como tenemos la de Hong Kong, así que lo único que hay que hacer es cargar la tarjeta con dinero, que para eso  sí que tengo. El problema es que en toda la serie de máquinas  que hay para recargar las tarjetas, y hay muchísimas, no encuentro ninguna que acepte billetes de banco, vaya, billetes chinos. Todas aceptan tarjetas de bancos chinos y teléfonos, pero no dinero. Incluso he encontrado algunas de monedas, pero no de billetes. Pido ayuda a todo el que se pone a tiro, pero sin éxito. Y como es domingo y algo tarde tampoco encuentro ninguna ventanilla de metro con personal que la atienda. Al final un joven (quizás era un ángel) que no hablaba inglés me intenta ayudar y en el intento de cargar la tarjeta (cosa que tampoco consigue con nuestros recursos) descubre que en las dos tarjetas tenemos suficiente saldo del año pasado para el viaje. Y además nos acompaña a la puerta adecuada de entrada  del metro. Porque esta es otra: se puede entrar por varias puertas, pero en algunas hay cientos de personas que se amontonan, pues proceden del mismo tren del ferrocarril que acaba de llegar. Y encima la entrada se prolonga por unos largos pasillos metálicos pues en cada acceso te controlan el equipaje. Me despido del joven (efectivamente debía ser un ángel) que me sacó de la desesperación y cogemos el metro.

Nuestra parada de metro tiene muchas salidas y algunas muy distantes y la más próxima al hotel  es la 11. Cuando llegamos a ella resulta que la cierran a las 9 y media y ya son y 40. Salimos por la puerta que dan como alternativa, pero que no aparece en el mapa que tengo preparado al efecto.

Aunque parezca mentira Shanghái en este entorno, aunque muy céntrico, está vacío a estas horas, pero afortunadamente una joven nos indica la dirección que debemos seguir y realmente estamos muy cerca y a pesar de que el albergue está escondido damos con él. Son ya las 10 de la noche. Llevamos ya dos hora y media en esta ciudad.

¿Y cenar? Porque hoy además hemos comido prontísimo, pues Marisa temía que se acabase la comida del tren. Tenemos poco dinero y en esta zona, que desconocemos, no encontramos nada. Bueno sí, al final un McDonald’s. Así que acabamos el día con un bocadillo cada uno que me llevan a la conclusión de que entiendo que produzcan adicción: serán poco saludables, pero son muy sabrosos y baratos. Y además vienen con una bebida muy cargada de azúcar.

Y una última sorpresa: será McDonald’s pero no nos admiten nuestras tarjetas de crédito.

Ha sido un final horrible, pero mañana saldrá el sol. O no, pero será mejor.

Y encima de todo esto Marisa no puede conectarse a internet en el alojamiento. Y la habitación es tirando a floja. O peor.

Sólo confío en que esta noche no nos caiga un meteorito encima, que me parece que en esta zona no es habitual.

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