Entré distraído tocando o atusando mi nueva mascarilla de diseño. Cuando observé la gran sala de entrada al hospital ya era tarde para retroceder. Las puertas correderas se habían cerrado, estaba tres o cuatro pasos dentro y detrás de mí había alguien que empujaba de malos modos.
¡Hacia ese extremo, quítate la mascarilla!
Es lo contrario, aquí la mascarilla hay que llevarla puesta, me escuché educado.
¡Haz caso imbécil, esto no es un juego!
En ese momento ya me había dado cuenta de que no era un ensayo de cine o una broma porque todos los presentes en la sala tenían las manos arriba, estaban sin mascarillas y algunos con signos de golpes o de terror.
Las escaleras de subida a Dermatología, primera planta, a donde iba estaban muy próximas y sin saber lo que hacia corrí a ellas para escapar. Sentí el dolor y el ruido a la vez (autoreflexivo como siempre me dije ¡vaya la bala también va a 343 metros por segundo o estoy lento de reflejos!).
Antes de perder todos los sentidos oí muy nítida, muy nítida, una frase gritada desde lejos:
Remátalo, moet, estoy harto de que me falsifiquen los complementos.
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