Esta gente es la leche: la recepcionista del hotel ha salido a despedirnos hasta el taxi.
El taxista es muy simpático también y nos ha explicado algunas cosas de la filosofía de Confucio. Vaya, lo bien que hacía el “kimchi” su madre. O sea el respeto por los mayores.
La estación de autobuses, que es a la que llegamos, es un recinto nuevo, grande y ordenado. Hay autobuses con frecuencia a Mokpo y el nuestro sale casi nada más llegar. Es un vehículo sencillo pero del que me sigue sorprendiendo la distancia para las piernas, por lo menos comparándolo con los españoles.
El territorio ya no es tan llano como en los días anteriores, hay pequeñas colinas y los campos siguen estando labrados pero sin nada todavía. Imagino que estarán esperando para plantar el arroz.
Y llegamos a Mokpo, ciudad que aparece estos días en los noticiarios del país pues es adonde quieren traer el barco recién rescatado, Sewa, que se hundió hace tres años y que provocó una gran conmoción en todo el país.
Pero, ¿por qué hemos venido a esta ciudad?
En primer lugar porque nos venía de paso entre Gwanju y Boseong , adonde iremos mañana.
Además porque está en el mar, en este caso el mar del Oeste para los coreanos o el mar Amarillo para los chinos y queremos visitar una ciudad portuaria. Y además porque nos gustaría probar una de las delicias culinarias de este país y de la que Mokpo es la capital: el pulpo crudo o mejor vivo. Dicen que te lo comas “retorciéndose” y Marisa ha leído (no sé si creérmelo) que hay gente que se muere asfixiada por ello. Y finalmente porque Marisa vio unas maravillosas fotografías de un “hanok” y quería alojarse allí. Vaya, aquí, pues es en este “hanok” donde estoy escribiendo este borrador.
¿Qué es un “hanok”? Y digo “un” y no sé si será “un” o “una”. Porque si yo fuese un político de IU, PSOE, Podemos o regionalista histórico tendría que escribir “un hanok” y “una hanok”, cada vez que me refiriese a él o a ella.
Pues bien, un hanok es una casa tradicional de madera, con las separaciones interiores de puertas correderas de papel. Y esta es una maravilla, si bien yo no te la recomendaría para más de una noche, aunque los que buscan las esencias patrias estarán encantados de pasar aquí todas las vacaciones.
Contras. Pues que el baño es compartido (como también sucede en los “ryokan” de Japón) y que no hay ni una silla, ni una mesa en la habitación. Tampoco un armario. Y eso que este tiene dos magníficas camas en la habitación, que lo normal es que duermas en el suelo con una colchoneta.
Pros. La habitación es una maravilla, grande, con un techo alto a dos vertientes y maderos a la vista. Para que te hagas una idea esta habitación es un 22% más grande de superficie que la del motel de Gochang que era la más grande de las que hemos estado. Claro que es el doble de precio. Que tiene un salón estupendo, pero sin muebles. Y que todos los detalles de la decoración son preciosos. Así tenemos en la cabecera de las camas un cuadro de unos 3 metros y medio por uno y medio tipo acuarela oriental, que es una preciosidad. Son unas montañas que parecen Montserrat con unos pabellones tipo oriental en el horizonte. Y una mesilla de noche con un diseño más bonito que las de Ikea. Y un suelo de madera precioso por toda la casa. También un pequeño jardín que dentro de un mes servirá de lugar de reposo y meditación a los huéspedes, pero hoy todavía es un día un poco fresco. La calefacción es de tipo “ondol”, o sea por el suelo, lo que hace que sea muy agradable dado que en las casas coreanas debes ir descalzo o todo lo más con unas chinelas. O sea, todo muy bonito, pero no más de un día.
Además en este caso el “hanok” tiene historia: la construcción es de 1929 y su primer propietario fue un médico que trabajó durante la ocupación japonesa, luego como director de una residencia de estudiantes y alcalde de la ciudad durante el mandato americano. En los 80 se convirtió en una farmacia de medicina tradicional y finalmente en un hotel. O mejor en un hotelito, porque me parece que solo tiene dos o tres habitaciones.
Está situado al final de un callejón y antes de llegar a él pasas por una cafetería que hace las veces de recepción; establecimiento que también es una monada, pero que siempre está vacío.
En la estación de autobuses hay una pequeña oficina de turismo. La empleada no habla inglés pero llama a una colega que si lo habla. Y ya sabes el problema que eso conlleva para mí, pues además de la barrera idiomática está el que no puedes ver en un mapa los lugares que te señala y que te interesan. Sí nos enteramos que lo que queríamos hacer mañana que era cortar el viaje en dos y parar en una ciudad intermedia donde se celebra un mercado importante es una tarea casi imposible para nosotros, así que iremos desde Mokpo a Boseong, nuestro próximo destino, directamente.
La empleada de información, muy solícita, nos escribe en coreano la dirección donde está nuestro alojamiento que a mí me parece el más fácil de todo el viaje, pero que resulta que no lo es: “Mokpo 1935”. El problema es que todo el mundo entiende “Mokpo” como la ciudad y “1935” como el nombre y lo buscan de esa manera y no lo encuentran. Y mi coreano no da para decir que las dos palabras forman un nombre solo, a pesar de que lo intento.
Vamos a la parada de taxis y el primero nos dice que no nos lleva: los extranjeros somos un incordio para ellos. Y es que esta gente no hace negocio llevándote por largos y complicados caminos como en algunos otros países.
Una joven pareja que ve nuestro problema se ofrece a ayudarnos. Cogen el papel con la dirección en coreano y le dicen a otro taxista donde queremos ir; el conductor accede pero después de subir y conducir unos metros se para. Es algo increíble. Tiene la dirección escrita en coreano, yo le enseño un mapa de la zona de Google Maps también en coreano con el punto exacto del hotel pero nada. Debe ser que solo se fían de los mapas de sus navegadores. Y allí no aparece nuestro alojamiento. Arranca pero cada vez que hay una parada por un semáforo vuelve a teclear y nada. Le insisto con el papel escrito por la joven de turismo y al final me hace caso y nos lleva al centro de la ciudad pero no sabe encontrar el lugar exacto. La verdad es que ya empezaba a mosquearme. Como el mapa de Google decía que estaba a unos 100 metros de la estación de ferrocarril le digo que me lleve allí. Nos bajamos y vamos a la búsqueda del dichoso alojamiento. Entro en una farmacia a preguntar. El boticario, con mi mapa, cree saber dónde está. Vaya, esto me lo figuro pues nadie habla una palabra de inglés. Entonces le dice a uno muy trajeado que estaba allí que nos acompañe. El joven pregunta en un par de sitios y da con el lugar. Resultado: hay gente muy amable y servicial en este país.
Dice la guía que esta ciudad es como dos ciudades: una, la antigua, donde estamos, con mucha gente, entre la estación del tren, el parque Yodalsan y la terminal de los transbordadores. Una ciudad portuaria con mercados de pescado y callejuelas estrechas. Y otra ciudad nueva con cafeterías de moda, un gran centro comercial y un moderno paseo marítimo.
Dado los problemas que tenemos vamos a ir directamente al “Mercado Central de pescado”, que es así como aparece en el plano de la ciudad. Para ello la muchacha del café cercano al “hanok”, el que hace de recepción, con la ayuda de una amiga que sí habla inglés nos escribe en un papel el nombre en coreano de ese mercado así como el del restaurante más famoso para comer pulpo crudo, aunque he leído que en ese lugar se come en el suelo, al estilo coreano, y yo no me puedo sentar así.
Como pasamos al lado de la estación de ferrocarril y he leído que hay una oficina de turismo vamos allí pues además nos gustaría ir en tren hasta nuestro próximo destino. Y nos ocurre lo mismo que cuando llegamos: la joven no habla inglés así que llama por teléfono a alguien que sí lo habla. Cuando llevo dos minutos me pregunta si no ha hablado ya conmigo en la estación de autobuses. Ha debido pensar que era el turista pesado que no deja de dar la lata. Menos mal que lo que le preguntaba era diferente al de la primera vez. Pero todo el mundo muy amable y encantador.
Vamos camino del mercado por unas callejas solitarias y les pregunto a un par de señoras con el papelito en coreano. Y de nuevo una amabilidad que no te mereces: una de las dos nos acompaña unos 100 metros hasta que nos deja enfrente de una callejuela desde donde ya se ve el mercado.
Y este no es lo que yo entiendo por “mercado central”: son una serie de callecitas cubiertas perpendiculares a una que es la que da al puerto. Nos dedicamos a pasear por esta última pero quizás porque son ya las dos de la tarde apenas hay movimiento de personal.
Aquí el rey es la raya. (¿Tendría que decir “la reina”?). Casi todos los puestos la tienen y en muchos de ellos se dedican a cortar su carne en paralelepípedos pequeños de unos 30 por 15 por 3 mm y a apilar esos trozos en cajas.
Algunas de estas rayas también están expuestas formando unas estructuras bastantes inverosímiles y otros pescados secos entre los que destacan los peces sable.
Ya es hora de comer y qué mejor sitio para hacerlo que en aquel lugar. Buscamos un restaurante y los que encontramos son para estar sentados en el suelo. Al final damos con uno donde además de estas mesas bajas también tienen una mesita con sillas.
La comida como casi siempre se compone de un plato principal acompañado de varios platillos con vegetales aunque aquí nos han puesto de entrante un platito con unos seres desconocidos de sabor parecido a los percebes.
En este establecimiento he hecho otro descubrimiento: en algunos restaurantes cuando te acabas uno de esos platillos de vegetales te los vuelve a llenar y hoy ha sido un contratiempo pues generalmente me como los que más pican y dejo para el final los suaves. Así que me los han vuelto a llenar a pesar de que me venía justo comerme el primero de ellos, pero es que mi (rígida) formación nacional-católica me impide dejarme nada en el plato. Otro problema añadido hoy es que el pescado, en este caso sable, hay que limpiarlo y comerlo con palillos, lo que no ha sido nada fácil.
Acabamos la comida y nos damos una vuelta por esa calle que ha pasado de restaurantes y pescaderías a almacenes de “efectos navales”, que es el nombre que tenían las tiendas que en Barcelona vendían cosas para los barcos en los años 60. No sé si seguirán ahora.
Y allí nos hemos encontrado con tallercitos con extrañas máquinas de coser donde hacían algo como redes y tiendas de hierros mil para los barcos, y lonas, y objetos extraños para la navegación.
En el paseo al lado del puerto una especie de caravana como las que recorren alegremente los sábados y domingos el paseo del Prado de Madrid: un artilugio donde van sentados unos jóvenes vociferantes pedaleando mientras beben cerveza. Este de Mokpo es más cutre y tiene el techo en forma de raya. No sé si los jóvenes mokpoianos también gritarán y beberán mientras pedalean como los madrileños. Creo que no he visto una forma más estúpida de divertirse en mi vida.
Marisa se ha vuelto loca con las fotografías, primero con los pescados, luego con estas tiendas y al final con los barcos de pesca que estaban allí amarrados.
Así final hemos dado con la zona de restaurantes pero ya era demasiado tarde. Todos tienen la mercancía dispuesta en grandes peceras en escalera con un sistema de bombas que hace que el agua salta de las superiores a las inferiores en una cascada continua.
Volvemos al hotel para un breve descanso, luego paseo por calles cercanas iluminadas tipo navidad, cena y a recogernos en esta maravillosa e incómoda estancia.