Para los que no me leísteis en mi viaje del año 2008 os diré que aquí, en la isla de Shikoku, hay una especie de camino de Santiago en plan budista, el “Shikoku Junrei”: recorren 88 templos y como en el español hay quien lo hace a pie y quien en autobús. No he visto ni motos, ni bicicletas, ni caballos. Son unos 1400 km que se hacen siguiendo las huellas de Kobo Daishi, el monje budista que en el siglo IX trajo las enseñanzas de la escuela “shingon” o de “La Verdadera Palabra”. Este personaje merecería por sí solo una larga entrada en este blog.
Pues bien esta colina de Kotohira fue shinto y budista, pero después de la restauración Meiji (eso es para otra lección) ha sido solamente sintoísta.
Nuestro alojamiento está casi donde comienza el camino pues al principio hay una gran cuesta con escaleras con tiendas y restaurantes a ambos lados. En temporada alta debe estar a rebosar pero hoy, y más con el tiempo que ha hecho estos días, está casi vacío.
Al empezar te encuentras con porteadores que pueden llevarte hasta arriba en una especie de peana para lo cual tienes que ser japonés para poder ir sentado con las piernas cruzadas. Pero aunque hemos visto a gente bastante mayor y algunos bastante perjudicados, no han tenido ningún cliente en toda la mañana. Imagino que si se quieren sacar el jornal tendrán que crujir al personal que les contrate pues hay 4 ó 5 parejas.
A pesar del frío aparecen un grupo de jóvenes uniformados, tipo universitario, con trajes pero sin ninguna prenda de abrigo. Incluso uno que parece el profesor se ha quitado la chaqueta y va en mangas de camisa. Igual iba untado en aceite de foca y no me he enterado. Pero es una constante estos días: jóvenes que a pesar del mal tiempo solo llevan una chaqueta como prenda de abrigo.
En la entrada del recinto, que es gratis, hay 4 de las 5 vendedoras descendientes de los que desde tiempo inmemorial (”ancient times”) son las únicas con derecho a vender aquí. Pues será muy ancestral, pero además de no vender nada están jodidas de frío.
Sobre la terminología religiosa: la guía llama “church”, iglesia, al recinto sagrado cristiano, “temple”, templo, al budista, y “shrine”, santuario, al sintoísta. Creo que en castellano estos términos se solapan fácilmente así que yo también los mezclo a veces. El de hoy como es sintoísta debería ser un “santuario” pero no sé si se refiere a todo el recinto como tal o lo es también cada capillita o templo individual que se encuentran dentro del recinto. Perdonad así por la confusión semántica.
En este caso hay templos grandes, pequeños y medianos. Unos abiertos y otros cerrados. Los fieles sintoístas se acercan a la puerta y sin descalzarse inclinan la cabeza, dicen unas plegarias o quizás pidan algo, que los que rezan nunca lo hacen de balde, siempre quieren algo a cambio y para ejemplo nuestro “Padre nuestro” y “perdónanos nuestras deudas” y finalmente dan dos palmadas y echan unas monedas en los omnipresentes cepillos que hay delante de cada templo o capilla. Y algunas de esas huchas son enormes. Quizás el personal en antiguos tiempos (“ancient times”) echaban arroz o boniatos al no tener dinero en efectivo porque sino no se explica el tamaño.
Hemos encontrado en este recorrido “grullas de papel”, que ya había visto en un templo de Kioto, y que según una tradición japonesa te permite pedir un deseo cuando haces mil. Estas se juntan formando tiras multicolores.
Otra particularidad de Kompira-san, que más que particularidad es una extravagancia, es que está dedicada al dios de los marineros, a pesar de estar situada tierra adentro y como tal los piadosos navegantes dejan aquí sus testimonios de agradecimiento. Y no sé si en calidad de tal pero han colocado una hélice enorme a modo de monumento.
Luego en otro lugar uno ha dado las gracias dejando allí el barco, el “Malt’s Mermaid”, con el que dio la vuelta al mundo. Este barco estaba alimentado por baterías solares. Y realmente es un navegante que tiene muchos motivos para dar las gracias a los dioses de todas las creencias, pues entre otras hazañas fue la primera persona que cruzó el Pacífico en una travesía en solitario en 1962, cuando tenía 24 años y en un barquito que no llegaba a los 6 metros de eslora. Lo más gracioso es que a pesar de esa gesta cuando llegó a San Francisco no tenía ni dinero, ni pasaporte, ni por supuesto el visado de entrada en EEUU por lo que fue arrestado al llegar.
Volviendo a hoy: la guía dice que es una subida “strenuous”, que así en inglés parece más dura, de 1368 escalones, pero no es para tanto, aunque cuando hemos bajado nos hemos encontrado a alguno que estaba sin respiración después de haber subido los 20 ó 30 primeros.
Otra particularidad es que los “toriis” que hay en el camino (esos arcos en forma de pi griega) antes estaban cargaditos de piedras en el tramo horizontal y ahora están limpios; imagino que habrán descalabrado a alguno por tamaña insensatez y lo habrán prohibido.
Al final te encuentras un mirador desde donde puedes contemplar una buena extensión y te percatas de lo muy poblado que está el territorio.
El camino “oficial” termina en Gohonsha pero la guía dice que los “incurable climbers” podemos continuar otros 500 escalones (hay más de 600) hasta Oku-sha, el “santuario más alto”. Yo te recomiendo esa subida excepto si eres fumador. Llegas a una pequeña y bonita capilla en un entorno precioso.
Además hasta allí, según mis cálculos, no sube más que el 4,8% de todos los turistas religiosos. Y eso que cuando hemos subido el tramo general el 93,7% eran jóvenes, proporción que se ha invertido cuando hemos llegado abajo pues empezaban el recorrido varios grupos del IMSERSO japonés.
Y como estamos en territorio sintoísta no podían faltar los papelitos anudados a las cuerdas, “omikuji”, ni los dragones feroces echando agua por sus fauces, “temizuya”, ni los cacillos para lavarse las manos antes de rezar, “hisyaku”.
Y como cada día trae su afán hoy nos ha nevado varias veces. Poco, pero nieve, lo que te da idea del frío que hacía.
La otra sorpresa, esta agradable, ha sido que cuando empezábamos a bajar de la parte superior nos ha preguntado un anciano occidental si faltaba mucho para el final. Era un australiano dicharachero y locuaz que realmente tenía muchas ganas de hablar. Lo curioso es que iba cogido de la mano de una guapa jovencita japonesa de unos 20 años, o menos. Si hubiese sido en Tailandia habría tenido claro cual era la situación pero en Japón tengo que pensar que, aunque ambigua, era una relación de amistad.
Volvemos a comer donde lo hicimos ayer y como hoy lo hacemos a la hora de la comida (ayer debía ser casi la hora de la cena) está el restaurante casi lleno. Y de nuevo un tremendo cuenco de “udon”, que no solo es la especialidad del lugar, es que no hay otra cosa.
Por cierto, que el mío era difícil de comer pues como lo elegimos un poco a bulto, estaba cubierto con una especie de torta a la que no sabía como meter mano, o mejor, meter palillo.
Ya sabes, si vienes a Japón te debe gustar la sopa y comerla con palillos.
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