44. Nueva Zelanda 2017. 10 de octubre, martes. Vigésimo segundo día de viaje. De Te Anau a Dunedin. Segunda parte.

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Hemos llegado muy justitos a la estación de ferrocarril para coger el tren e ir a visitar la garganta del rio Taieri, con un viaje turístico, el llamado “Taieri Gorge Railway”.

 

 

La taquillera, una obesa neozelandesa, no ha sido demasiado amable (¡dónde está esa leyenda de que todos los gordos son afables?): llegamos al mostrador a las 2:25, le digo que dos billetes y me pregunta el nombre. Se lo empiezo a deletrear y escribe solo las dos primeras letras. “Que no, que no me llamo así”. Y ella me mira con cara de mala leche. Le insisto y no me hace ni caso. Y es que lo que había escrito era el número del asiento. ¿Pero por qué me había preguntado el nombre si no lo escribe en ninguna parte?

El tren tiene dos locomotoras diésel, lo que te da una idea de las cuestas que va a subir, y cuatro vagones cada uno diferente del otro. Así el nuestro era el “Y”, construido en 1939 y modernizado en el 2007.

Son trenes muy cómodos y además no iba lleno.
En el otro lado del pasillo una pareja que ha resultado ser coreana. El marido, un hombre guapísimo. Como todos los coreanos que me encuentro habían estado en España y les había encantado.

En este convoy como en el Tranzalpine hay espacio al aire libre para los fotógrafos fanáticos, que aquí han sido muchos menos que en el anterior viaje en tren.
Además cuando el tren, que es de ida y vuelta, ha llegado a Pukerangi, que es el punto final, donde hay una bonita caseta de estación, la mitad del pasaje, un grupo de alegres chinos, se ha bajado y cogido un autobús, que imagino los ha devuelto a Dunedin o quizás a otro destino, pues para hacer este recorrido de ida de solo 58 km se tardan más de dos horas. A veces iba tan despacio que me recordaba a un tren de mi infancia que iba de mi pueblo a Tortosa y a veces la pendiente era tan fuerte y tan cerradas las curvas que el tren iba tan lento que el maquinista o el fogonero podían coger alguna pieza de fruta de los árboles que había al lado de la vía del tren.

Otra sorpresa para mí ha sido que en estas profundas gargantas había patos. Vaya, los había a lo largo de todo el recorrido pues la vía corre paralela al río. Lo raro era que volasen por lo alto de la garganta dado que tenían la comida abajo, en el río; la casa abajo, en las orillas del río. ¿Qué buscaban volando tan alto?
Ya sabes que los patos lo que quieren es sexo, poder y comida. No sé en qué orden. Solo se diferencian de los humanos en que nosotros además queremos dinero para conseguir esas tres cosas y a los patos no les sirve para nada. Si no compruébalo tú mismo echándole a un pato un billete de 50 euros. Pues bien, volviendo a los patos que vuelan alto: ¿qué buscan? Solo queda el sexo, pero es que ellos fornican en el suelo como comprobamos en Queenstown con la pareja de “putangitangis”, o sea que solo se me ocurre que es una demostración de poderío de los patos machos para seducir a las patas hembras, que desde el lecho del río miran lascivamente a aquellos poderosos voladores pensando: “Esta noche serás mío”.
Para confirmar esta teoría solo tendría que demostrar que los únicos que hacen el capullo son los machos. Vaya, como en la especie humana. Porque ¿tú has visto a una señorita estupenda conduciendo un coche descapotable (marca “premium”, por supuesto) con la música a toda pastilla y a 76 por hora en una zona de 30?

El camino atraviesa una zona montañosa, aunque de baja altitud: el punto más alto está a 254 metros. En gran parte del recorrido hay esos arbustos con flores amarillas que parecen retama y que también vimos en el tren de Christchurch a Greymouth, pero allí eran plantas muy grandes y estas son más parecidas a las nuestras. Tanto era así que el coreano me dijo que había visto también esas flores en España.

Antes de llegar a los desfiladeros la visión del territorio es más amplia y así ves colinas que parecen haber sido arrasadas: fueron bosques de plantaciones de pinos, que creo que llaman “pino americano” o “pino de California”, que han sido talados. Imagino que los volverán a repoblar, pero mientras tanto es un paisaje desolador. Incluso vi un pequeño trozo con restos de un incendio. Yo ya me preguntaba si aquí no había incendiarios, quiero decir cabrones pirómanos, porque hay que ser desalmado para prender fuego a un bosque. Pues también hay incendios, pero este era minúsculo.

El tren para y una señora empleada nos conmina a que bajemos. Lo que es no entender: descendemos pensando que había ocurrido algo imprevisto y resulta que era simplemente una parada turística: la estación de Hindon, con una preciosa caseta muy fotogénica.


No sé si alguna vez habrá funcionado como estación de pasajeros pues por allí no hay vida humana. Claro que también en España había estaciones de ferrocarril que estaban a varios kilómetros de los pueblos, aunque hoy ya no existen la mayoría de esas líneas férreas.

En la parada de Hindon descubro un rudimentario artilugio. Estoy seguro que tiene un nombre técnico adecuado a su función, pero lo desconozco.

Pasamos por un sitio cuyo nombre parece sacado de una peli del oeste: “Christmas Creek”. Efectivamente se llama así porque un minero descubrió oro allí en el día de Navidad de 1863.

Durante todo el recorrido se ven los destrozos que debió causar alguna importante riada: arbustos arrasados, grandes troncos arrancados y especialmente un lugar que está lleno de barro y con un coche dentro de él al que el propietario no le dio tiempo a sacarlo.


Cuando amplio la foto me percato que no hay un coche sino dos y es que el segundo está hecho polvo: parece que le pasó por encima toda la riada.

Sobre esta crecida, de hace 7 semanas, y otras cosas he estado hablando a la vuelta con el amable locutor que nos ha estado narrando el viaje a la ida. Bueno, quizás su título no sea el de “locutor” sino el de “jefe de tren” o algo así. Ha sido un señor amabilísimo y aunque me hubiese gustado explicarle que no le he entendido nada cuando hablaba por la megafonía no me he atrevido a decírselo.
El viaje ha sido una maravilla y se lo recomendaría a cualquiera que le gustasen los viajes en tren o la fotografía de paisajes.

NB.
En este viaje de hoy he aprendido una palabra inglesa nueva que quiero compartir contigo, aunque no creo que encuentres otra más inútil para tu vida de turista: “chock”.
Significa “cuña” o “calzo”. Así en los vagones había un hueco donde decía: “Emergency chocks”. Y como los ingleses son tan prácticos del sustantivo han hecho un verbo. O al revés, no sé. Así que “chock” también significa “calzar”, pero no te lo recomiendo cuando vayas a comprarte unas Adidas y digas “I chock the 45”. Pues a lo mejor tiene un significado oculto de tipo sexual, que desconozco, y la dependienta se queda como las patas del río de hoy con los patos voladores de descapotable.

PD
Cuando por la noche repaso las notas tomadas durante el día me percato que siempre que me he encontrado con coreanos o similares tengo anotaciones estúpidas y un mapa de España que es un clásico en mis viajes: un pentágono con un trozo en la izquierda con una pe mayúscula, obviamente Portugal, dos rayas que parten del lado superior derecho con una efe en medio, Francia, una eme en el centro del pentágono, Madrid, y una be donde debería estar Barcelona. Pues parece que todos quieren saber si vives en una de esas dos ciudades, como si no hubiese más sitios para hacerlo. Así les digo que la mitad en la “B” y la mitad en la “M”, pero que pertenezco a un lugar entre ambas. Hasta ahora solo la joven de Taiwán me dijo: “Aragón”.
Y este mapa lo amplío cuando no han estado, pero me preguntan adónde ir. Entonces empiezo a cuadricular el pentágono (que me queda fatal) diciendo “hot”, “wet”, “dry”, “cold” y cosas por el estilo. Creo que me debería llevar unos cuantos mapas de España en papel.
Mira, ahora caigo que cuando Cataluña sea independiente tendré que modificar “mi mapa” y aprender unas cuantas palabras más para explicar el porqué es así. Claro que cuando Cataluña se coma a Valencia (que se la comerá) será más fácil: dibujaré algo simétrico a Portugal en el este.