Tenryu-ji.
Primero visitamos el templo. Realmente es un conjunto de edificios de madera con un pequeño templo. Y debes descalzarte pero es para no estropear y ensuciar las dependencias para lo que te proporcionan unas exiguas zapatillas. De esta manera deambulas por allí excepto si entras en una habitación donde debes ir descalzo. Prohibición que se extiende a echarte en el tatami que cubre esos aposentos.
¿Y si tienes que ir al inmaculado lavabo? Pues dejas ese calzado de color azul en la puerta y te pones unos de madera que están allí ordenadamente colocados. ¡Es que son la leche!
Uno de los pasillos está situado al lado del jardín y es un lugar magnífico para un descanso zen y para tomar fotografías.
Desde allí veo pasar a un joven occidental vestido de la manera más estrafalaria que te puedas imaginar. Pero lo verdaderamente especial es que es el occidental más feo de Japón. Quizás con un traje menos llamativo no te percatarías pero es que lleva escrito con su vestimenta: “¡Mírame, pues sí, soy el más feo de este país!”.
También veo pasar a una señora occidental que comparada con la “tanqueta” del año pasado esta sería una división acorazada.
En el interior algunas habitaciones bellamente decoradas y algunas paredes con preciosos dibujos.
También vemos a las primeras japonesas disfrazadas de japonesas. El año pasado vimos a muchas en Kioto e imagino que este también las veremos pero aquí no es tan habitual.
Y el personal haciéndose autorretratos sin parar y yo sorprendiéndome de las piernas femeninas de este país.
Y, como no, este jardín es una maravilla donde ya puedes pasear calzado. Allí hay un par de albaricoqueros en flor -¡ay, todavía no han llegado los cerezos!- y el personal fotografía, fotografiamos, con pasión esas preciosas flores. Además aquí hay un árbol de cada color, blanco y rosa, situados a cada lado de una casita. Allí nos hemos tirado un buen rato mientras Marisa buscaba la foto perfecta.
En todos estos recintos hay una fuentecitas donde mana agua de un dragón de bronce o de una caña de bambú. El personal coge agua con un cacillo para echársela en las manos antes de rezar. Me sorprende ver a uno que coge agua y la echa en una botella, acción que no he visto hacer nunca a nadie en este país en esos sitios.
Luego descubro el misterio: son dos parejas de musulmanes que se lavan los pies antes de ponerse a rezar sobre una esterilla que llevan para tal fin. Las religiones nunca dejan de sorprenderme y sus seguidores más todavía. Y no estoy en contra de la piedad, pero me gustaría saber qué opinarían si cogieses agua con carácter sagrado –como el agua bendita pero en musulmán- y te lavases los pies en Paquistán o en Arabia Saudita y después te pusieses a invocar a Buda o a Vishnú. Pero nada, si hay que rezar se reza. Y si ofendes a alguien que se aguante que para eso tú profesas la religión verdadera.
Dejamos el maravilloso jardín y no dirigimos al cercano bosquete de bambú. La guía dice de él que es “un lugar mágico”. Es muy bonito, pero menos lobos caperu. Porque allí solo puedes pasear por un camino entre dos empalizadas y con un montón de gente alrededor. Pero mucha. No te digo que si estuvieses solo y pudieras transitar por dentro del bosque quizás podrías encontrar la magia, pero no hoy ni ahora.
O sea, que ya que estás en Tenryu-ji, pues vas a lo del bambú, pero no merece la pena ir de forma expresa desde Kioto. Únicamente si nunca has visto un bosque de esa planta. Y no te trascribo el resto de las exageraciones de la guía sobre el lugar.
Un detalle muy gracioso de ese paseo: un pintor se ha quedado dormido enfrente de su obra.
Así que seguimos nuestro peregrinar pasando, pero sin entrar, por el resto de los templos y ver el segundo recomendado. Es un bonito paseo por caminos por donde apenas cabe un coche -solo pasa de vez en cuando algún taxi- con casitas preciosas con plantas y macetas mil. Es un ambiente bucólico donde imagino que viven gentes que trabajan en Kioto o son saludables jubilados que pueden permitirse vivir en un entorno tan maravilloso. Y nosotros también somos jubilados pero no localizo la estrella polar y me pierdo entre aquellos caminos y acabamos en un cementerio sin salida. Y ha sido una suerte ese “cul de sac” porque sino no sé donde hubiésemos llegado.
Volvemos sobre nuestros pasos y llegamos al templo de Gio-ji. Y yo te diría que tiene más bonita la leyenda y el entorno que el templo mismo. Y ahora lo más famoso del lugar, además de esa historia, es su musgo.
Intentado volver a la estación de ferrocarril damos por casualidad con Seiryo-ji, un templo que no cita la guía pero que está realmente muy bien, además de que tiene también un bonito jardín.
Una muy agradable sorpresa y aquí sí estamos solos. Y como en el primero para el lavabo también disponen de unas zapatillas especiales para el lugar. Todo muy limpio y controlado.
Llegamos al centro de la población y cuando vamos hacia la estación pasamos por un paso a nivel con tan mala fortuna que se bajan las barreras y Marisa recibe un “barrerazo” en la cabeza. Menos mal que en este país las barreras son ligeras y además bajan lentamente.
Y con el tren regresamos de nuevo a Kioto.
Observación antropológica.
Las japonesas cuando se ríen se tapan la boca. Como muchas llevan mascarillas higiénicas hacen lo mismo aunque en esa circunstancia tampoco se les vería la boca.
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