La playa de Jimbaran es una gran curva que cuando llegamos está con marea baja y es enorme, con casi toda la parte superior ocupada por las mesas de los restaurantes hincadas en la arena.
Creo que no he visto una concentración igual de restaurantes al aire libre en todo el mundo. Y no solo hay muchísimas mesas, sino que cuando se acerca la puesta de sol están casi todas llenas. Y la playa también. Y no se baña nadie excepto media docena de niños de los que viven por allí, pero hay muchísima gente paseando. Mucha.
Lo más curioso es que la mayoría de los paseantes son chinos y más que paseantes son sedentes, pues apenas se mueven.
Generalmente son jóvenes y muchos son parejas y se hacen fotografías continuamente. Marisa aprovecha algunos posados para “robar” alguna foto curiosa.
Veo a un chino grande haciendo fotos con un teléfono enorme a su chica que no para de hacer piruetas cerca del agua. Me percato que la joven que junta los brazos, que los extiende, que los sube, que los baja,…siempre tiene otro terminal en la mano. ¡Malditos teléfonos inteligentes que ya son un apéndice imprescindible en las extremidades superiores de nuestra juventud! (Y de la juventud china). Total que le digo al joven grandote: “tu chica lleva un teléfono celular en la mano y debería estar en tu bolsillo”. Es que no me he podido aguantar. Pues este ha sido el corto mensaje, pero el pobre ha tardado bastante en asimilarlo. Claro que yo entonces pensaba “pero mira que es torpón este joven”, pero ahora cuando lo escribo creo que ha debido ser bastante confuso para él. Porque tú eres un chino grandón que está haciendo fotos a su enamorada princesita (la china era pequeña, tirando a arguellada) y entonces te llega un abuelo occidental y te dice algo así como que la mano de tu novia tendría que estar en tu bolsillo. No, su mano no, tu mano en su teléfono. No, eso tampoco. Y al final caes en la cuenta: el maldito terminal está estropeando aquellas graciosas poses de tu adorada. “Gracias, gracias, sabio extranjero por sus sensatos consejos”. Bueno, eso me imagino que ha debido decirme, porque primero se ha metido el teléfono de ella en su bolsillo y luego creo que me quería hacer una foto a mí. Pero no he logrado entenderlo aunque su sonrisa de niño grande chino haya sido suficiente recompensa.
Más tarde he pensado que tendría que haberle dicho que cuando era un niño un domingo del año, el día del Domund (¡qué diablos querría decir Domund?), salía a la calle con una hucha en forma de cabeza de chino, con la ranura precisamente en medio de la bóveda craneal para pedir dinero para evangelizar a los chinitos. Y durante todo el año recogía sellos usados para entregárselos a los padres escolapios para las misiones. ¿Qué harían con los sellos? ¿Y con el dinero para los chinitos? Porque si han hecho un seguimiento de resultados como los que hacían en mi antigua empresa cada vez que se ponía en marcha un plan de marketing, aquello del Domund ha sido un fracaso. Claro que los asuntos celestiales tienen eso, que no se piden resultados inmediatos. Quizás dentro de 500 años surja una nueva cristiandad en oriente y los mendicantes del Domund seamos reconocidos por nuestro esfuerzo. Claro que tampoco hay que exagerar, que era un domingo al año.
Volviendo a Jimbaran y su playa: que había muchos chinos.
Media docena de personas se arremolina en la orilla: una tortuga diminuta intenta nadar hacia el mar. Parecía muy grande para acabar de salir de un huevo, además en aquella playa tan transitada los huevos acabarían destrozados.
También durante nuestro paseo playero hemos visto como sacaban (¿botaban?) algunas de las barcas de pesca varadas en la arena. Como había bajamar estaban bastante alejadas del agua y las transportaban con unas carretillas de dos ruedas. Ya cerca del agua media docena de hombres aprovechaban la ola para meterlas en el mar. Además de la maniobra colectiva me ha sorprendido que después de esto solo se subiera uno en cada barca y zarpara rápido ayudado con un pequeño fuera de borda. ¿Cómo hará para pescar uno solo con las redes?
Veo en esta playa el primer ciego de este país. Va acompañado de otros dos o tres. No me extraña no haberlos visto antes, pues no creo que aquí pudiese tener ninguna autonomía: perecerían el primer día que saliesen solos a la calle. Y también veo a una ciega acompañada de un joven. ¡Qué casualidad!
Y para acabar con mis observaciones antropológicas: varias parejas de musulmanes, ellas van vestidas de monjas preconciliares si bien algunas de diseño pero tapadas de los pies a la cabeza y ellos como turistas de Miami. Y más divertido: una pareja, él “como de Miami” y ella con niqab y él la fotografía. Claro que no hace las poses de las chinas, solo está quieta delante del él. Marisa me dice que dentro de 20 años cuando vean la foto dirán: “¡qué bien estabas entonces y qué bien te conservas ahora: sigues igual!”.
En el restaurante del hotel un par de músicos interpretaba melodías balinesas con un par de xilófonos.
Dos enormes mesas están ocupadas por un grupo de extranjeros contentos y medianamente ruidosos. ¿Cómo viajarán 40 franceses en un autobús por Bali? ¿Qué verán? ¿Qué aventuras correrán? ¿Qué peligros relatarán que han sufrido a sus seres queridos cuando regresen a sus hogares? Hoy nuestra mayor aventura ha sido la enorme sepia.
Mañana a Sanur.
NB. En todos los sitios turísticos ocurre lo mismo: sanguijuelas que intentan sacar la sangre a los desprevenidos extranjeros. En una tienda asquerosa voy a comprar una botella de agua y pregunto el precio: 10.000 idr. ¿Diez mil? Eso es lo que te cobran en un restaurante. Marisa, que me conoce, me dice: “vámonos y no digas nada”. Porque es que me pone malo ese atraco. La compramos en un supermercado con tres empleados, luces por todos los lados y un suelo tan limpio que podrías comer en él: 4.500 rupias.