En el “Arthur Pass» nos fotografiamos delante del letrero indicativo del lugar y entonces me doy cuenta de que ese “elevado” paso está solamente a 737 metros de altitud. Un poquito menos que la Plaza de Castilla de Madrid, 749 m.
Aparecen los coreanos para fotografiarse de nuevo con nosotros.
Café en el vagón cafetería con la agradable sorpresa de que no te cobran el doble o el triple que en un establecimiento normal, como ocurre en España. Vaya, que en uno normal aquí es caro, pero en el tren el mismo precio.
Después del café regresamos al vagón abierto y allí ya solo estamos cuatro viajeros y durante un rato una niña indostánica que no tendría más de 7 u 8 años y que también disparaba con una réflex.
El recorrido desciende hacia la costa occidental y pasamos por Otira donde un letrero informa que estamos a 1239 pies, 377 m.
Volvemos a encontrar extensiones de la retama gigantesca y grandes ríos. Aparecen bosques y también prados con ganado vacuno. Y así llegamos a Greymouth y fin de viaje en el tren. Extrañamente no vemos a los coreanos, aunque ellos iban hacia el norte y nosotros iremos hacia el sur.
Ha sido un viaje muy bonito, tranquilo y cómodo, que, como el del “postboat”, recomendaría a cualquiera.
Lo único que no me ha gustado es que en el lavabo detrás del inodoro había un espejo. ¿Qué sucede? Pues que los que hacemos pipí de pie nos enfrentamos a nuestra realidad y no es que sea “la caída del imperio romano” (en realidad nunca fue un “imperio”), pero no es nada agradable encontrarte con la decadencia de tu propio cuerpo.
Y el viaje no se nos acaba aquí, porque en Greymouth al lado de la estación del tren está la parada del autobús que nos llevará hasta Franz Josef, nuestro destino final. Vaya, final por hoy.
El conductor, como en todos los autobuses de esta compañía que hemos cogido hasta ahora, es un señor mayor servicial, amable y que explica por la megafonía el recorrido al comienzo de cada etapa.
A mí me pone un poco nervioso el que no deje de hablar con las jóvenes que están sentadas en la primera fila, aunque como la carretera es tan sinuosa vamos bastante lentamente. Son 170 km y hemos tardado casi 4 horas. Así que despacito.
Primero la carretera va cerca del mar de Tasmania, pero luego se adentra en el interior y volvemos a encontrar lagos, ríos y bosques de helechos.
He observado que en los autobuses nadie se pone el cinturón de seguridad, lo que no me extraña porque son muy incómodos. También que la gente que viaja en este medio de transporte son o muy jóvenes o muy mayores.
Llegamos a Franz Josef y el chófer nos deja (por poco) en la misma puerta del alojamiento.
Es un pueblo de unos 500 habitantes, pero no creo que tenga niños, pues somos todos turistas: media docena de cafeterías y restaurantes, muchos negocios de turismo relacionados con el cercano glaciar y un solo supermercado repleto de jóvenes comprándose la cena.
En nuestra calle algunas casas muy fotogénicas por lo desastradas que están o por los colores que tienen.
En una de ellas hay un viejo y extraño coche que hasta ha desarrollado algunos líquenes en los limpiaparabrisas.
Hay varios lugares para estacionar autocaravanas y delante de uno de ellos la más grande que he visto en mi vida.
En esta tranquila sala de estar los chinos del billar han sido sustituidos por una familia o dos de indios.
No sé cuáles son peores.