30. Nueva Zelanda 2017. 3 de octubre, martes. Décimo quinto día de viaje. De Christchurch a Franz Josef Glacier. Primera parte.

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“¡Nos han jodido lo chinos!”
Esto acaba de exclamar la generalmente comedida Marisa, cuando tres ruidosos jovencitos chinos se han puesto a jugar al billar justo al lado de donde ella estaba sentada plácidamente leyendo un libro. Porque ahora estamos en el albergue de Franz Josef a donde hemos llegado esta tarde desde Christchurch.

NB.

La foto de más arriba no es de «nuestros» jugadores, que es de Shanghái.

Aquí hay una bonita sala estar y comedor donde se estaría de maravilla si no fuese por estos tres estrepitosos billaristas. ¡Qué gente más ruidosa! Quizás en su país estén acostumbrados a gritar continuamente y así a nadie les molesta, pero os aseguro que son un dolor. Yo ya me los había encontrado en otros países asiáticos y se comportaban de la misma manera, pero no tenía que sufrirlos como en estos albergues con servicios comunes. Y quizás estos de hoy son más jóvenes y desinhibidos: se saben los reyes del mundo.

Pues España se estará rompiendo en estos momentos, pero aquí en Nueva Zelanda nadie parece enterarse: a quienes nos han preguntado por nuestro origen y les hemos dicho que españoles, nadie nos ha respondido con un “¡buena la estáis armando”, o frase inglesa equivalente. Así hoy he explicado mi origen a un conductor de autobús, a la recepcionista de este lugar y a una pareja de coreanos: ni referencia a Rajoy, Piugdemont o Colau.

Lo de los coreanos ha sido muy gracioso.
Esta mañana cogemos una furgoneta tipo “lanzadera” que nos lleva desde el albergue a la estación de tren y también la cogen una pareja de coreanos. Les pregunto que de dónde eran: “de Busán”. “Pues nosotros hemos estado allí y tal y cual”. Pues ha resultado ser una pareja encantadora. Tanto que cada vez que nos han encontrado se han querido hacer una foto, de esas de palo, con nosotros. La verdad es que estaba un poco abrumado con tanto cariño. Pero creo que me los he ganado totalmente cuando me han preguntado si me gustó la cocina coreana y supe nombrarles el “kimchi” y que en Mokpo había comido pulpo, que debe ser en coreano como decir que he comido cochinillo en Pedraza. Además, lo del pulpo, “octopus”, no lo entendían, pero en cuanto he dibujado el famoso cefalópodo (¡mira que es fácil!) me han dispensado todos sus parabienes.

La verdad es que hablar inglés con unos coreanos me ha levantado la moral, aunque al final del día me ha vuelto a caer por los suelos cuando el conductor del autobús que nos trajo hasta aquí ha estado a punto de dejarnos en una parada antes de llegar al destino (y no había más autobuses), pero al final hasta me ha dado la mano al despedirse de nosotros.

Hoy ha sido un día de mucho transporte y poca historia.

Christchurch está situada en la costa este de la Isla del Sur y tienen un tren turístico, el TranzAlpine que va desde allí hasta Greymouth, en la costa oeste, casi enfrente una ciudad de la otra.

Hemos comenzado el día, muy temprano, con un amanecer glorioso. Volvía a estar el cielo azul y el sol se veía aparecer a lo lejos. (Y tan lejos: casi a 150 millones de km. Pero es una licencia poética).

La furgoneta nos lleva a la estación y allí debes depositar el equipaje en un vagón especial dedicado a ello. Yo me esperaba encontrar el típico tren turístico de 2 ó 3 vagones que parecen antiguos e incómodos y alguno tipo tartana, pues decían que había uno abierto para el que debías abrigarte suficientemente. Y de pasajeros a un par de docenas de chinos además de nuestros recién amigos coreanos.

La primera sorpresa es que te dan un asiento determinado a diferencia de los autobuses y la segunda que es un tren estupendo, moderno y muy cómodo. Y sí que tienen todos los vagones una gran visibilidad además de un vagón abierto para los fanáticos de la fotografía. Y no íbamos los dos vagones esperados sino seis que estaban casi llenos. La mayoría de pasajeros de la tercera edad. E incluso de la cuarta, pues daban una media de edad de 78 años, aunque casi todos viajaban en dos grupos, pues se distinguían por una plaquita que les identificaba. Para mí que eran australianos. Además viajaban también algunos orientales jóvenes y alguna familia indostánica. Y una señora vieja, vieja, en una silla de ruedas. Que tiene mucho mérito.

La alegría comienza cuando pasa la revisora y solo con darle el billete ya me dice un “lovely!”, que no sé qué quiere decir en esta situación, pero que me suena muy bien; como cuando en la India me llaman “Sir”.

Antes de arrancar el tren me voy a investigar como es el famoso “vagón abierto”, “Open air viewing carriage” según la terminología de la compañía ferroviaria. La sorpresa es que nosotros vamos en el penúltimo vagón, el quinto, y el descubierto es el que va pegado a la máquina, así que debo atravesar cuatro vagones repletos de personal y algunos de ellos grandes y obesos sobrepasan su asiento; es lo que en inglés llamamos “overflow” y en castellano “desparrame”. Y también el vagón cafetería donde en breve se lanzarán los hambrientos viajeros que no han podio desayunar en su hotel para tomar un frugal desayuno.

El “vagón descubierto” es más bien un vagón sin ventanas, ni asientos y que en aquel momento (antes de salir el tren) está totalmente vacío.

Salimos de Christchurch y atravesamos un terreno llano con prados verdes y ovejitas y donde a lo lejos ya se vislumbran las cumbres nevadas de los Alpes de Nueva Zelanda, Alpes del Sur o “Southern Alps” en inglés. Es una gran llanura que pasa de tal a las “grandes montañas” sin accidentes geográficos en medio.

Le pregunto a un empleado ferroviario que cuando se llega a las montañas para ir al vagón abierto: “dentro de una hora”. Vamos allí a los 45 minutos y nos viene justo para conseguir un sitio en primera fila. Al poco rato aquello está como el camarote de los hermanos Marx, con la diferencia que aquí todos vamos bastante abrigados.

Al llegar a las montañas encontramos grandes extensiones cubiertas de flores amarillas, como cuando la retama cubre en primavera algunas laderas de la sierra madrileña. Cuando estamos más cerca me percato de que esa “retama” es un arbusto de 2 a 3 metros de alto.

Llega un momento en que en el vagón estamos una primera fila disparando sin cesar las cámaras, una segunda intentando aprovechar los huecos y una tercera que va de un lado a otro en función del paisaje que se presenta. Porque esta es una putada que siempre ocurre en estas circunstancias: que puedes estar en primera fila, pero el paisaje interesante está en el otro lado. Y aquí no te puedes cambiar.

Atravesamos un terreno calcinado. Viendo la densidad de los bosques y la cercanía de muchas casas a ellos he pensado que ocurriría con “nuestros incendios” si sucediesen aquí. Claramente la gran humedad de estas tierras los debe dificultar y también la ausencia de los hijos de puta que los provocan, pero hoy encontramos aquí una pequeña superficie quemada.

A veces hay campos con vacas paciendo y también alguna vez casitas que imagino de pastores, pero tan aisladas en aquellas grandes superficies que resulta difícil creer que alguien pueda vivir allí.

Conforme pasa el tiempo los “tibios” de la fotografía se han ido a sus confortables asientos y allí solo quedan, quedamos, los fanáticos y sus consortes.

A veces hay ríos (quizás sea siempre el mismo) que me recuerdan a los de la India en el Himalaya: grandes ríos en cauces todavía más grandes.


Así llegamos al “Arthur Pass”, punto culminante de esta travesía donde para el tren 15 minutos y donde los excursionistas de los grupos se bajan y cogen un autobús.